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02.01.2023 21:30

¿Cómo llegamos a esto?

La distancia social y luego la sobreideologización de clase, se volvieron casi naturaleza entre la izquierda en el Gobierno. Si antes, debido a su ausencia en la arena electoral y el parlamento, la izquierda se apoyaba en la movilización social para destrabar conflictos; ahora ya no recordaba esa palanca, y ante la derrota electoral no pudo ni tuvo intenciones de producir algún hecho político. Simplemente se sentó a negociar con la derecha como si el resultado del 4 de septiembre fuera el único y total hecho político existente. Concedió así toda iniciativa, todo poder, algo inaudito para fuerzas que habían llegado a ser Gobierno desde las marchas en la calle en menos de una década, o bien que se enorgullecían de llevar más de un siglo de luchas en su historia. No hubo llamados a la movilización social para defender la democracia del proceso, no hubo intentos dignos de patear la mesa con una derecha delirante para esperar mejores condiciones, simplemente el único universo políticamente válido que imaginan en Apruebo Dignidad son los otros partidos del parlamento, y aquellos como Amarillos que la elite y El Mercurio le dicen que deben ser oídos.

Es tan complejo que es innombrable. Solo tenemos un “esto” para indicarlo, y así y todo, sabemos a qué nos referimos: la situación de parálisis y estupefacción política ante la derrota. Esa imagen, aunque logra ubicar el problema, es injusta. Cada palabra es demasiado imprecisa para servir de síntesis y explicar. Aquel horror que emerge entre la simbólica inauguración de la escultura a Aylwin y lo concreto de lo acordado entre los partidos para un nuevo proceso constituyente. Es lo que viene de la mano con el fantasma de todas las ofensivas populares derrotadas, y sus verdugos detrás, con menos aura y más patéticos que en las descripciones de sus cronistas.

Es fácil y cómodo sostener hoy las excusas aferradas a la correlación de fuerzas o el límite de lo posible, y que se sintetiza en la frase “un mal acuerdo es mejor que ningún acuerdo”. La cercanía genética con “la justicia en la medida de lo posible” apenas se esconde. Pareciera que no hubiese relación entre historia y presente, entre lo que se hizo en la izquierda chilena en la última década y lo que tenemos ahora. Esto no es una tragedia, sino el resultado de definiciones políticas. Esto no es una condena estructural o un golpe inesperado del destino, sino resultado de hechos recientes y remotos. En la genealogía de “esto” es que podremos comprender los errores devenidos en problemas y por qué la responsabilidad es de la izquierda dentro y fuera del Gobierno –por igual aunque de forma distinta– y especialmente de la radicalización de su carácter social actual.

En otras ocasiones, se ha insistido en los problemas de diseño que conllevaba la aplicación de las tesis del populismo de matriz europea, de forma selectiva y sin orden alguno. Se practicó desde 2016 a la fecha una especie de subordinación orgánica, primero, y estratégica, después, a las formas y límites de la política de la Transición. Los partidos nuevos del Frente Amplio, pero también el viejo PC, fueron deshuesando o devaluando sus frentes específicos de lucha social, mientras los cada vez más autónomos distritos, equipos electorales, diputaciones y senadurías fueron tomando control total de la política de la izquierda. Un populismo sin pueblo, mediado por la prensa prestada por la elite que así marca agenda y define prioridades. La disolución, crisis o integración de los viejos partidos de luchas sociales de la izquierda radical, entonces, dio paso a partidos vaciados de estrategia y atentos a las modas globales de las administraciones progresistas, cuya única práctica relevante era conformar equipos de campaña electoral. Si los cuadros actuales de la izquierda en el Gobierno eran dirigentes de luchas de cientos de miles en 2011, en 2017 su propia definición de prioridades políticas había dejado las luchas como cantera de la cual, según la peor crítica vaticinaba, la nueva izquierda obtendría sus votos.

Eso estaba lejos de su promesa, de proyectar dichas luchas sociales a la política en autonomía de las fuerzas de la Transición. El período 2017-2019 pareció confirmar el viraje: los movimientos más dinámicos entraron en crisis, como el estudiantil –algo que fue crucial en la pérdida de conexión con la juventud popular que protagonizó la revuelta– o bien debieron construirse por fuera o de manera friccionada con la nueva izquierda en el parlamento, como el feminismo o No+AFP. Mientras, aquello que había explotado en universidades y escuelas en 2011 ahora parecía prender por toda la pradera popular hacia 2019, amplificando su potencia crítica. La nueva izquierda parlamentaria afirmó sus organizaciones para la política administrativa y parlamentaria, y lo hizo muy lejos de las coordinadoras de conflicto, de las asambleas de base y de los colectivos juveniles de afinidad que demostraron una potencia de masas inédita.

Luego vino la revuelta de 2019 y los problemas se hicieron errores, confirmándose así una diferencia fatal entre movimientos sociales y nueva izquierda. La destrucción de las “viejas” orgánicas de lucha (algunas no alcanzaron a durar ni 5 años, pasando de un moralizante marxismo-guión-leninismo al más moderado y pragmático de los progresismos) devino en que, cuando empezaron a arder las estaciones y la clase trabajadora se echó a la calle en las jornadas de octubre y noviembre, entonces no había ningún instrumento preparado. Los “nuevos” y viejos partidos de la izquierda en el parlamento parecen estar funcionando al mínimo cuando no se está en campaña. Así, la nueva izquierda no se comprometió con la revuelta de forma existencial, como sí había ocurrido con los movimientos de 2011 a 2018, especialmente el estudiantil y el feminista. Pero también había terminado cualquier compromiso con esos colectivos. Lejos del abajo de la revuelta, a la nueva izquierda solo le quedó ser la parte progresista de la administración del conflicto por arriba, desde el Estado y su clase política.

Así se llegó al acuerdo del 15 de noviembre, luego de haber estado lejos de la dirección y destino de la huelga general ocurrida tres días antes. Ambos hechos marcaron el destino de las izquierdas dentro y fuera del parlamento, así como el de las principales luchas sociales. Por su parte, los convocantes a la huelga general del día 12 de noviembre se entramparon en la discusión sobre el rechazo a la mesa de negociación de los partidos del parlamento, para luego realizar una especie de visita a La Moneda que ni fue negociación ni otra cosa. De ahí en más, los movimientos sociales devinieron en la intrascendencia política, salvo aquellos que lograron ingresar a la Convención Constituyente, pero que no tuvieron capacidad de sobredeterminar dicho proceso. Por otra parte, la izquierda que firmó el acuerdo del día 15 de noviembre, creemos, cometió el error de permitir que una salida estrictamente política, como era el proceso constitucional, operase a modo de bajada y procesamiento de un conflicto principalmente propalado por motivos sociales inmediatos. A pesar del entusiasmo en dirección opuesta de buena parte de la izquierda y el progresismo local, esto confirmó la fractura entre política y sociedad y la existente entre las izquierdas del parlamento y las luchas sociales (fractura que se agudizó todavía más –al nivel del resentimiento– con la aprobación de la agenda represiva de Piñera conocida como “Ley antibarricadas”).

La conversión de lo que era un conflicto eminentemente social en un itinerario político de reforma constitucional –de duración incierta– y anclado a los abstractos del orden republicano y los límites de la democracia, fue un caldo de cultivo apropiado para la pérdida de amplitud del movimiento expresado en la reforma. El problema fue no considerar ese costo del acuerdo y, por el contrario, terminar elevando a interés nacional, a única política posible, el lógico entusiasmo de las clases medias profesionales del FA y el PC por la reforma del Estado. Toda la serie de demandas sociales relativas a salarios, pensiones, salud, cuidados, entre otras, y que eran el sentido mismo de la mayoría en revuelta, fueron desplazadas en nombre del itinerario constituyente y así se rompió, otra vez, el vínculo entre luchas y partidos. Aunque el plebiscito de entrada, realizado el 25 de octubre de 2020, confirmó esa abrumadora mayoría por la reforma, escondió el hecho ahora visible de que aquella masa era una minoría ante la mayoría no votante. En cambio, las elecciones de convencionales de mayo de 2021 dieron cuenta de la distancia entre revuelta e izquierda parlamentaria: los primeros obtuvieron una fragmentada y sorpresiva mayoría, reunida especialmente en la Lista del Pueblo, y los segundos una apenas decente performance. La izquierda, para peor, no llevó a su mejor gente, pues bastante decidió “guardarse” para cargos más apreciados, aunque menos políticamente urgentes, como diputaciones y senaturías, o ministerios y embajadas en el caso de los más optimistas. Aquello fue un error fatal y dejó sin dirección política adecuada a la Convención. La futura debacle de la Lista del Pueblo terminó por demostrar que izquierda y luchas sociales ya no eran nunca más lo mismo, y dejó al desnudo la carencia de experiencia y orden político de buena parte del activismo de bases que protagonizó la revuelta. La izquierda en la Convención, fuese social o política, no tuvo nunca ni el apoyo ni la dirección estratégica que la izquierda debía y podía darle, en función de lo que exigía su rol en un espacio a todas luces estratégico.

Las luces rojas encendidas por las elecciones y el evento de instalación de la Convención Constituyente no fueron atendidas en el amplio campo de la izquierda. El olvido era tan veloz como los tiempos políticos del trienio que termina. Así, al desinterés estratégico de la izquierda (la alianza del PC y el Frente Amplio) con los procesos de cambio institucional levantados por su propia dirección y bases, se sumó a la distancia política con el activismo de las luchas sociales. Las masivas primarias presidenciales de la izquierda en julio de 2021, que demostraron el peso del sector más moderado así como el fuerte voto urbano y popular que la apoyaba, sumada a la permanencia de la alianza social que antes había votado por la Concertación, sugirieron en serio la posibilidad de ser gobierno. Entonces, tal estímulo dispuso a toda la militancia para el itinerario electoral parlamentario y presidencial de finales de ese año. Con ello nuevamente se confirmó el abandono de la Convención Constituyente.

Sin bases y sin estrategia clara, las elecciones parlamentarias de noviembre de 2021 fueron un desastre para la izquierda. Se perdió además la primera vuelta presidencial, con el amargo dato de que apenas se habían sumado unos miles de votos más a lo que se movilizó en primaria. La razón probablemente estriba en que, con partidos débiles y organizados principalmente en comités de campaña descoordinados entre sí, alejados del activismo territorial que hubiese permitido acceder a espacios lejanos a las comunas más pobladas de las grandes ciudades, donde siempre ha sido fuerte, y en un escenario electoral con muchos contendientes producto de la descomposición de los partidos de la Transición, la nueva izquierda estaba bastante sola. Como se observa, los errores en política son de grado sistémico, se compenetran y con el tiempo se profundizan mientras se potencian mutuamente sus factores. En el fondo, esta cadena de errores apuntaba a un problema mayor, el relativo a la escasa seriedad con que se han enfrentado hitos políticos de relevancia, como las campañas convencionales o parlamentarias. Así, la saturación de disputas tácticas, o entre los equipos electorales cada vez más autónomos de los partidos y coaliciones, desborda y produce desorden en lugar de infundir orden en la estrategia. Puede parecer un problema orgánico o de madurez, y tal vez lo sea, pero sobretodo es un problema originado en la tesis del partido sin centralidad estratégica ni de clase, y que fue explícitamente defendida por el grupo que fundó el Frente Amplio y que se encuentra hoy en torno a la figura del presidente Boric.

Una última alianza entre clases populares y la coalición de izquierdas Apruebo Dignidad permitió el triunfo en segunda vuelta contra Kast en diciembre de 2021, con un masivo y decisivo apoyo en las mayores concentraciones de asalariados de las grandes ciudades. En el verano vendría un nuevo viraje político, mientras la Convención Constitucional continuaba su trabajo ante la indiferencia de una izquierda absorta en una pequeña guerra civil por la distribución de cargos de Gobierno. Si la izquierda había revivido en el ciclo 2006-2011 prometiendo un nuevo modelo de sociedad, para 2016, ya con menos autoestima, solo prometía un nuevo modelo de desarrollo. Pero en los meses de enero y febrero de 2022, el discurso tomó un nuevo rumbo y perdió todo rasgo genético destituyente y socialista, estableciendo como discurso normal la búsqueda de caminos para “recuperar el crecimiento económico” y “combatir el crimen”, ambos mantras de la derecha y que los gobiernos concertacionistas hicieron propios luego de su cuasi derrota en 1999. Ese cambio discursivo, ideológico, se acompañó concretamente con la entrada del Partido Socialista y el PPD al Gobierno, en ministerios centrales como Hacienda, Cancillería e Interior. Con ese viraje en marcha y con el parlamento en contra asumió el primer gobierno que se presentaba como de izquierda en 50 años: una instalación con un divorcio casi total con las principales luchas sociales del país, con una subordinación ideológica al neoliberalismo-en-clave-transición que no se detenía ni todavía lo hace, con un carácter de clase media profesional que los aísla de las mayorías populares, y con una derecha envalentonada y renovadamente pinochetista.

El carácter social del Gobierno además se presenta sobreideologizado de sus propios principios mesocráticos y profesionales. Para una clase adicta al Estado y su rol idealizado de árbitro, cualquier conflicto político de masas y desde luego la lucha de clases se presentan como refriegas a administrar. Para cualquier izquierda, eso es una barbaridad: si se llega al Estado es para utilizarlo a favor de una lucha de clases que continúa, y así mejorar la posición popular en la misma. Eso explica –más allá de la derrota parlamentaria– que de entrada el Gobierno haya asumido un diseño político de corte aylwinista, es decir, que ante todo buscase producir consensos y evitar cualquier conflicto. Una tesis de la administración y no de enfrentamiento, y dado que la política no es un deporte, sino una lucha a muerte con dados cargados, es una tesis para perder. Acá, junto al divorcio con las luchas sociales, el desorden estratégico y sus costos electorales, se decidió que el Estado sería autónomo en la lucha secular que la izquierda estaba librando hasta el día antes de asumir el Gobierno, y eso valía también para el proceso político más importante en décadas, la Convención Constitucional.

Si la derecha tenía la prensa, el dinero, la policía y el ejército de su lado y los usó para reventar a la Convención, la izquierda en el Gobierno decidió que no usaría la única palanca en sus manos, las instituciones del Estado. Eso fue una tontería inocente, fruto de una sobreideologizada conciencia de clase. Y, también, el momento en que se aceleró el camino hacia “esto”. De esa forma, no se explica que el Gobierno desde el día uno haya instalado una agenda de negociaciones con la derecha en vez de abrir una agenda progresista en el parlamento, abordando reformas de abrumador apoyo ciudadano como salud, pensiones o salario, y que obligase al adversario a aprobar cediendo o rechazar públicamente. En lugar de eso, el Gobierno optó por negociar y le fue como le fue: en su primer año de mandato no obtuvo ningún triunfo parlamentario de importancia, ningún proyecto relevante ha llegado a puerto con la marca propia de un nuevo Gobierno. Lejos de observar un gobierno de cambios, para las mayorías de las clases populares este ha sido otro más de los gobiernos de los políticos, de los odiados políticos. Si desde el 15 de noviembre de 2019, en vez de asumir la dirección de la impugnación a la política que habitaba entre las clases populares, la izquierda paulatinamente se consideró parte de la clase política y actuó crecientemente en consecuencia, en el camino al 4 de septiembre y especialmente después de la derrota, eso se agudizó y se confirmó, probablemente, de forma definitiva.

Mientras, la Convención Constitucional fue abandonada a su suerte, que no era otra cosa que dejarla en manos de la maquinaria de propaganda y prensa guerrillera de la derecha. Fue reventada, algunas veces resaltando mentiras, pero en otras lo hicieron resaltando los errores y desórdenes del bando que se identificó con el nuevo texto y el voto Apruebo en el plebiscito del 4 de septiembre. Tampoco se produjo un comando electoral único. Por un lado el Gobierno, por otro los debilitados partidos, y por otro, más lejano, los movimientos sociales. El activismo de la revuelta ahora lucía fragmentado, sin organización táctica clara, y cometiendo errores propios de la desorientación política. Nunca como en las semanas anteriores al plebiscito de 2022 se notó tanto la distancia entre partidos de la izquierda en el Gobierno y las masas movilizadas por los cambios. Era algo terrible, el peor de los problemas, pues, sin esas masas movilizadas, el Gobierno no habría ganado en diciembre de 2021, y como se probó en la triste noche del 4 de septiembre, sin esa unidad política en torno a una estrategia clara, sin una dirección política seria del proceso, tampoco se podía vencer en la constituyente. La amarga derrota dijo muchas cosas sobre Chile y su pueblo, y de eso se ha pensado harto y queda mucho todavía por pensar. Pero una cosa es clara: la derrota pasó por dejar de hacer lo que se había hecho antes y había funcionado, es decir, levantar una política que fuese expresión de las luchas sociales y los anhelos de las masas populares del país.

La distancia social y luego la sobreideologización de clase, se volvieron casi naturaleza entre la izquierda en el Gobierno. Si antes, debido a su ausencia en la arena electoral y el parlamento, la izquierda se apoyaba en la movilización social para destrabar conflictos, ahora ya no recordaba esa palanca, y ante la derrota electoral no pudo ni tuvo intenciones de producir algún hecho político. Simplemente se sentó a negociar con la derecha como si el resultado del 4 de septiembre fuera el único y total hecho político existente. Concedió así toda iniciativa, todo poder, algo inaudito para fuerzas que habían llegado a ser Gobierno desde las marchas en la calle en menos de una década, o bien que se enorgullecían de llevar más de un siglo de luchas en su historia. No hubo llamados a la movilización social para defender la democracia del proceso, no hubo intentos dignos de patear la mesa con una derecha delirante para esperar mejores condiciones. El único universo políticamente válido que imaginan en Apruebo Dignidad son los otros partidos del parlamento, y aquellos como Amarillos que la elite y El Mercurio le dicen que deben ser oídos. El hondo enclaustramiento del Gobierno en los engranajes administrativos del feudo que posee la elite y la clase política transicional son su condena. ¿Cómo llegamos a esto? Pues así, subordinando una izquierda de matriz social al ideal de política administrativa y neutral de las clases medias profesionales y progresistas, sobreideologizados de aylwinismo e intimidados por la derecha. Especialmente, desconfiados de la única palanca que ha resultado exitosa para la izquierda, la lucha social.

Si la izquierda en el Gobierno decidió reconocerse en la administración estatal y no en una parte del conflicto social que atraviesa Chile, y acordar con los partidos de la Transición un nuevo proceso constituyente, debe asumir el riesgo que ello implica. Dicha negociación, a diferencia del acuerdo de 2019, no busca proyectar a la política una revuelta popular ni algún anhelo de masas, sino la necesidad de resolver el problema constitucional de la clase política y la dominación de la Transición. Su itinerario, etapa y reglas están hechos para que la elite transicional no pierda nunca su control. Es un acuerdo que le da un poder totalitario a la burocracia del parlamento, bendecida en todo momento por el gran empresariado. Es un acuerdo que, bien vale recordarlo, no se le consultó a nadie. El acuerdo, por su origen y factura tan espectacularmente presentada como un acuerdo “de la clase política”, libera a las clases populares, al activismo y a la militancia de izquierda de serles leales. Esta vez, puede ser que el Rechazo ya no sea una opción que dividió a las clases populares urbanas que protagonizaron la revuelta de 2019 y donde se encuentra la principal base votante de la izquierda. Puede que esta vez, el Rechazo sea la opción de la mayoría popular, el voto de impugnación al resistente orden de la Transición, y a la eternización de su clase política. Si el Apruebo es la alternativa del consenso por arriba, de empresarios y políticos, entonces la izquierda debería pensar seriamente si rechazar y así ser leal a esta nueva “insubordinación electoral de masas” de las clases populares. Esta vez y por como se prevé el tono político e ideológico del proceso, no debería estar garantizado el Apruebo en el plebiscito de salida.

De todas formas hay que pelear. Eso tampoco es una tragedia, sino algo de lo que los viejos marxistas criados en la lucha obrera tenían cierta claridad. Gramsci, reflexionando sobre los textos de Rosa Luxemburgo y sobre la Primera Guerra Mundial, asumió que “no se puede escoger la forma de guerra que se desea, a menos de tener súbitamente una superioridad abrumadora sobre el enemigo”. De ahí que si se asume que por errores propios se ha perdido todo tipo de iniciativa, y no se tiene superioridad abrumadora sobre la derecha y otros grupos conservadores, no queda otra que pelear una guerra en formas que no se desean. Es lo que toca, y no pelear es perder por anticipado y peor.

El desorden que provocó el acuerdo en la derecha, también avizora algunas ventajas que podría tener un bando progresista en el proceso. Probablemente allí costará más ponerse de acuerdo, algo que es más difícil cuando se está a la ofensiva que a la defensiva. Y es que los sectores más radicalizados del pinochetismo también se ven constreñidos por esto, por la restauración de los más eficaces mecanismos de disolución del conflicto que se han construido en la historia de Chile, aquellos de la Transición de la década de 1990. Y la restauración también se trata de deshacerse de los sectores más radicales de la gambeta golpista de la derecha, innecesarios en un relanzamiento de la era de los consensos.

Pero también de Gramsci sabemos que “en la lucha política es preciso no imitar los métodos de lucha de las clases dominantes”, que no se puede seguir operando como si las elites y los partidos de gobierno fuesen actores equivalentes, como si no expresaran intereses distintos. Y eso es algo que la izquierda del Gobierno debe asumir si quiere construir algo de apoyo en el único campo donde podría, en las clases populares, y es que o expresan políticamente sus intereses a modo de parte o simplemente serán otro gobierno olvidable, una burocracia sin anclaje en el alma y la memoria social. O algo peor todavía: los agentes de la confirmación del poder de los ricos con mano amiga, el policía bueno que acompaña al policía malo, los rostros que dan razón a la desconfianza popular en las ideas de cambio.

*Rosa - Editorial 15

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