A PROBLEMAS POLÍTICOS DE LA TRANSICIÓN: DESDE LA TOMA DEL PODER POLÍTICO HASTA EL PODER REVOLUCIONARIO

 

 

I

El fracaso de la experiencia chilena sirve para analizar problemas que, por lo general, no son suficientemente destacados en los análisis que se hacen sobre las revoluciones triunfantes. De manera particular pensamos en la serie de alternativas coyunturales que (según cómo se decida frente a cada una de ellas) influyen decisivamente en el curso que toma el proceso en el tiempo. En este sentido un estudio detenido de los análisis efectuados por Lenin entre febrero y octubre de 1917 (para colocar un ejemplo de enorme lucidez en la relación táctica-estratégica) nos proporciona una gran enseñanza acerca de la complejidad implícita en la lectura coyuntural del desarrollo histórico. En el caso de la experiencia chilena encontramos una multiplicidad de situaciones coyunturales frente a las cuales no se actuó o no se tuvo la energía de voluntad política que las circunstancias exigían. Por eso en el presente artículo se pretende esbozar algunas de las cuestiones que se encubren detrás de la vía pacífica o política hacia el socialismo. Así, por ejemplo, ¿la profundización revolucionaria del proceso (creación del Área Social de la Economía, ampliación de la reforma agraria, estatización de los bancos, etc.) era incompatible con una alianza de clases? ¿La profundización del proceso tanto como su consolidación no suponían el aislamiento de la fracción monopolista y proimperialista de la burguesía, y ese aislamiento no exigía la formación de una alianza política amplia? ¿Una estrategia dirigida a romper el bloque ideológico y hegemónico de la burguesía dominante era incompatible con una política de movilización combativa de los obreros, campesinos y sectores medios radicalizados? O ¿acaso, una política militar de las fuerzas Populares exigía más que nada una dirección política orgánica de éstas? ¿Por qué las elecciones de abril de 1971, cuando la combinación de fuerzas de la izquierda alcanzó mayoría absoluta del electorado, no se transformaron en un instrumento de presión para forzar un realineamiento de las fuerzas sociales? ¿Por qué la nacionalización de las minas del cobre, en julio de 1971, no se transformó en un momento catalizador de opinión pública para avanzar en un reajuste del aparato institucional, en circunstancias que la Democracia Cristiana se encontraba en una actitud defensiva y el frente unido de la burguesía no se había reestructurado? ¿Por qué cuando se presenta la moción del Partido Demócrata Cristiano para reglamentar el Área de Propiedad Social no se lleva la disputa al seno de las masas y se ejerce una presión orgánica focalizada en un Parlamento todavía débil e inseguro? ¿Por qué después de la fracasada huelga patronal de octubre de 1972, una vez demostrada la capacidad orgánica y política de los trabajadores, no se pudo avanzar en una estrategia de aislamiento y liquidación de la fracción dominante de la burguesía? ¿Por qué no hubo capacidad de contraofensiva de las fuerzas populares a la constante creación de hechos por la burguesía a través, entre otros mecanismos, de sus medios de comunicación masivos? ¿Por qué la fuerza real del pueblo no se hizo presente en forma continua, sino en situaciones de crisis como octubre, 1972, o en las esporádicas movilizaciones callejeras, pero jamás como una fuerza orgánica transformadora de las mismas estructuras políticas? ¿Por qué la política concreta se distanció tanto de las prognosis ideológicas? ¿Por qué se habló tanto y se actuó tan mal?

La respuesta a interrogantes como las anteriores nos lleva a dilucidar algunas de las grandes cuestiones que se encubren detrás de la vía pacífica al socialismo. Nos limitaremos a aquella que nos parece más fundamental. En esencia se trata de examinar la capacidad de la o las clases para avanzar, a través de las sucesivas opciones que la historia presenta, en la materialización del proyecto histórico de transformación (aprovechando los elementos contenidos en cada coyuntura que contribuyan a su progreso), o bien limitarse hasta el extremo de experimentar una metamorfosis política que aleja a las organizaciones de clase de sus objetivos estratégicos. Si los procesos históricos los hacen las clases en circunstancias particulares que son el producto de la lucha anterior de las clases, lo fundamental es saber evaluar la capacidad de una clase para forjar situaciones que trasciendan las circunstancias locales en forma que sea concordante con su proyecto histórico, a partir de las limitaciones que tales circunstancias locales plantean. Ahora, la capacidad de una clase para forjar esas nuevas situaciones dependerá de que la coyuntura sea el producto de su propia estrategia o que, más bien, sea el resultado inesperado de la acción de las otras clases. Desde este punto de vista, podemos comenzar por preguntarnos si la vía "chilena" (o pacífica o política) hacia el socialismo constituyó una decisión estratégica (como bien puede representarlo la línea del compromiso histórico del Partido Comunista Italiano, que se ha planteado una línea de conquista del poder que descansa en la decisión de conquistar primero a la sociedad civil, y que, en consecuencia, determina el momento de tomarse el poder, la naturaleza que se quiere imprimir a tal poder y las modalidades de su ejercicio), o, más bien, una imposición coyuntural producto de circunstancias (en el caso de Chile de naturaleza electoral) no previstas en todas sus consecuencias políticas e ideológicas. Se puede argumentar ante esta pregunta que durante cuarenta años la izquierda (Partido Socialista y Partido Comunista) luchó por ganar centros de poder en el interior de la institucionalidad del régimen burgués, por lo que el triunfo en las elecciones presidenciales de septiembre de 1970 fue la culminación natural de este largo proceso de "conquista" de la sociedad civil (organización sindical de obreros y campesinos, incluso de sectores medios asalariados, y los propios partidos que reconocen una tendencia ininterrumpida de crecimiento electoral que se expresa en influencia sobre opinión pública, control de municipios, control de circunscripciones electorales y participación determinante en el Parlamento). Esto es indudable. Sin embargo lo anterior no significa que simultáneamente con irse dando esta penetración en el aparato de dominación burgués se hayan creado las estructuras de dirección política adecuadas para definir e impulsar una estrategia de poder que fuera concordante con la vulnerabilidad de la burguesía a la influencia en aumento del proletariado y sus aliados. En efecto, la penetración del aparato burgués de dominación no fue tanto producto de una estrategia deliberada de conquista del poder como de los esfuerzos de la misma burguesía por ampliar su base social.

Lo anterior permite explicar que el incremento de fuerza experimentado por la izquierda no revista el carácter orgánico necesario para transformar cada repliegue de la burguesía en un real avance del proletariado y sus aliados. De lo que resulta que la "impregnabilidad" de la sociedad civil no fue el resultado de un acto político cuya verdadera dimensión la proporciona una estrategia global de conquista de la institucionalidad del régimen político dominante, sino más bien una concesión de la propia burguesía que así disfrazaba su verdadero rostro. Por eso no es extraño afirmar que la lucha política de la izquierda en la democracia no constituyó una opción entre otras menos viables, sino que es el reflejo de la estrategia democrática impuesta por la propia burguesía para mantener intacta su dominación. Esta circunstancia influyó para que las fuerzas populares convirtieran una coyuntura electoral, como eran las elecciones presidenciales de septiembre de 1970, en el resultado de una estrategia inexistente (por lo menos en un plano político orgánico) proyectando para después de dicha coyuntura el mismo cuadro de fuerzas existentes antes de dicho evento, lo que llevaba a la conclusión tácita de que si se entraba a ejercer el poder "democrático" por la izquierda, la burguesía, como oposición, se mantendría también como fuerza democrática. La naturaleza en la forma de expresarse el conflicto entre las clases se mantendría sustancialmente variando sólo los grados de conflicto.

Lo que expresamos no puede sostenerse que fuera una tesis dominante entre los partidos de la izquierda marxista. No pueden encontrarse pronunciamientos explícitos que sirvan para corroborar la afirmación. Se demuestra mejor y únicamente en el comportamiento objetivo que la dirigencia asume después de las elecciones, por sobre sus diferentes matices ideológicos. En realidad, si hubiera existido una estrategia planeada son antelación orientada a la conquista de la sociedad civil, habría significado transformar inevitablemente la fase preelectoral en el condicionamiento determinante de la fase que se iniciaba inmediatamente después de septiembre. La carencia de una estrategia planeada con antelación queda demostrada, precisamente, por la falta de un nexo entre ambas fases que se manifiesta en que las elecciones presidenciales de 1970, habiendo sido una coyuntura provocada por la división de la burguesía, es posteriormente teorizada como el inicio de una línea estratégica que rompía con las limitaciones impuestas por toda la evolución política anterior, sin tomarse en cuenta la falta de una real conquista de la sociedad civil y, en particular, de una estructura de dirección política verdaderamente orgánica.

Por consiguiente, la pregunta que nos formulábamos acerca de si la vía "chilena" hacia el socialismo constituyó una decisión estratégica o una imposición coyuntural, podríamos contestarla en los siguientes términos: Por una parte, fue una imposición coyuntural en cuanto no se previó el hecho electoral con todas sus implicaciones políticas, económicas e ideológicas; pero, a la vez, fue una estrategia construida teóricamente sobre la base de un cierto control y manejo de la sociedad civil, aunque sin proyectarse en medidas tácticas concordantes con dicha premisa. Más bien, la estrategia fue la formalización de la experiencia política pasada de la izquierda en el marco del sistema de dominación burgués demoliberal, pero no constituyó una previsión de las transformaciones fundamentales que ocurrirían como resultado de la pérdida de hegemonía de la burguesía y de las dificultades inherentes al intento de imponer una nueva dominación legítima.

La vía chilena o pacífica hacia el socialismo está referida a un momento de la lucha de clases en que se produce un viraje en las correlaciones de las fuerzas políticas. Este cambio por sí mismo no indicaba sino la posibilidad de transformaciones de fondo en la sociedad, pero, bajo ninguna circunstancia, podía prefigurar un modelo estricto sometido a un ritmo determinado. Para que se hubiera podido llegar a definir con mayor precisión era necesario que antes se provocara una transformación de las fuerzas que habían caracterizado a la coyuntura de septiembre de 1970. ¿Qué entraña esta afirmación? Se puede sostener que nos enfrentamos a un círculo de determinaciones sin solución toda vez que se argumenta, con fundamento, que las fuerzas sociales maduran en la medida que se impulsa un proyecto de transformaciones; mientras que, por otro lado, se sostiene que es la madurez de estas fuerzas sociales, su organización, solidaridad y capacidad política la que determina la naturaleza del proyecto histórico concreto.

No hay solución aparentemente si el problema lo restringimos a establecer una relación directa entre proyecto histórico y fuerzas sociales. El principio de solución, así como el planteamiento correcto, se encuentra en el examen de las características que toman la o las expresiones políticas de las clases, pues son aquéllas -como las estructuras encargadas de impulsar el desenvolvimiento de éstas, reflejando las exigencias de su proyecto histórico a largo plazo- las que marcan el ritmo del proceso revolucionario, deciden acerca de las opciones y ajustan los pasos tácticos a las necesidades estratégicas. En este sentido, la vía "chilena" abrió una vasta gama de posibilidades conflictivas, ya que los distintos partidos políticos existentes encarnaban diferentes interpretaciones del proyecto de la clase obrera. Es por lo anterior que se planteaba como una condición previa a cualquier definición del modelo de transformaciones y de su ritmo, resolver el problema orgánico de la clase.

¿En qué consistía el problema? Durante años las clases en pugna pudieron expresarse dentro de un régimen que permitía e incluso estimulaba la proliferación de formas de representación de clase. La burguesía, que estaba interesada en una ampliación de las bases sociales de su dominación, percibía en la multiplicidad de organizaciones de los trabajadores un mecanismo de apertura para nuevas alianzas. Pero estas circunstancias históricas tuvieron su influencia al momento del triunfo electoral. Se mantuvo el mismo esquema de clase -partidos, cuando se requería una drástica redefinición-. Al no producirse ésta, la magnitud de la fuerza social que representaba el Gobierno de la Unidad Popular no se pudo traducir correlativamente en un equivalente de fuerza política. Por el contrario, se produjo una sobredeterminación de lo político sobre la base social que, básicamente, consistió en su atomización, debilidad, confusión ideológica y carencia de perspectivas estratégicas. Reaccionar ante este hecho político se convertía en un prerrequisito para estar verdaderamente en condiciones de medir los alcances del proyecto revolucionario en desarrollo, sus potencialidades, sus limitaciones, su misma realidad histórica. Hacerlo sin atender a la real correlación de fuerzas no pasaba de constituir un intento puramente ideológico, subjetivo, pues la correlación de fuerzas se mide según el tipo de mediatizaciones entre la fuerza social aglutinada y su gravitación política efectiva. De ahí por qué el primer objetivo táctico del proyecto revolucionario era crear la estructura política que expresara fielmente el realineamiento de las fuerzas en la sociedad.

Desde este ángulo, la vía chilena representaba exclusivamente una posibilidad concreta de crear la estructura política que reflejara y proyectara una polarización hacia la izquierda. Lo que es cualitativamente diferente a sostener que constituye desde ya una forma de transformación revolucionaria. Esta última era una función de la estructura política que desde el poder formal fuera capaz de plasmar una estrategia de conquista de la sociedad civil, y no a la inversa, es decir, que la estructura política debía ser una función del proyecto revolucionario, que, por otra parte, no estaba definido y no podía estarlo. Lo dicho nos plantea el problema de la organización desde una perspectiva inversa a cómo se ha planteado el problema del partido político, que siempre se gesta en función de tareas potencialmente posibles. Sin embargo, cuando lo que se discute no es la generación de un partido, sino los márgenes de utilización de una estructura de poder institucionalizada, lo que exige no la creación de un partido, sino la transformación de los ya existentes y actuantes para adecuarlos a las potencialidades contenidas en la coyuntura definida por la detentación del poder formal, son precisamente estas potencialidades las que deben ser apreciadas, según la capacidad de la estructura política, para ser concretadas en realidades, toda vez que los parámetros del proyecto están dados, faltando definir las opciones de su viabilidad. Los parámetros están determinados por el andamiaje institucional vigente en el momento de iniciarse el proceso revolucionario, mientras que las opciones de viabilidad están determinadas por las estructuras partidarias existentes. Esto último es así porque los diferentes partidos aparecen como embriones o partes de una voluntad colectiva que la coyuntura (de septiembre) impone como necesidad de una nueva estructura política que trasciende, con mucho, la parcialidad de cada una de las organizaciones políticas existentes. Que surja esta nueva estructura como expresión renovada de la voluntad colectiva, o se mantengan las antiguas que atomizan dicha voluntad, define dos posibilidades de desarrollo del proyecto.

La necesidad de asumir por los propios partidos su transformación en vez de mantener su estructura anterior constituye uno de los problemas básicos planteados para la iniciación y prosecución del proceso revolucionario chileno. Esta tarea toca de lleno la responsabilidad de quienes han de asumir el deber ser ante los procesos sociales, ya que si se acepta la tarea de impulsor de un proyecto histórico (en este caso de los trabajadores) hay que, antes que nada, aceptar las exigencias que éste plantea, aunque éstas pasen por el propio sacrificio de desaparecer. Puede argumentarse que lo expresado está preñado de psicologismos y buenas intenciones, pero aun cuando deba aceptarse la presencia de derivaciones de esa naturaleza, el problema de fondo no desaparece: cualquier proyecto revolucionario pasa por una primera etapa de diversas interpretaciones que debe abrir el camino a una segunda etapa de uniformidad consistente en el predominio de una interpretación sobre las restantes; y que, cuando ello no ocurre, la persistencia de la etapa de varias interpretaciones se transforma en un obstáculo para el desarrollo progresivo del proyecto.

No se pasa de la primera a la segunda etapa: primero, cuando coexisten proyectos diferentes, por ejemplo, uno de la clase obrera y otro de la pequeña burguesía; segundo, cuando las interpretaciones de un mismo proyecto histórico tienen contenidos contradictorios que hacen imposible su conjugación. Ambas situaciones nos remiten a problemas de fondo. En la primera situación, para el caso de coexistir dos proyectos, debemos preguntarnos acerca de la vía chilena hacia el socialismo en cuanto a la naturaleza del proyecto histórico de transformaciones que encarnaba. En la segunda situación, cabe preguntarse sobre lo que explica dicha disparidad cuando se trata de dos representaciones de un mismo proyecto histórico. ¿Hay un proyecto de la clase como tal o los proyectos son producto de las representaciones políticas de la clase? ¿Cómo es posible que una misma clase pueda tener varias representaciones políticas? ¿Ocurre, acaso, que en el transcurso del tiempo las representaciones tienden a separarse del proyecto de la clase y a imponer su propio proyecto? ¿Qué explica esta separación entre representación y clase? ¿Es que las representaciones surgidas al calor de ciertas coyunturas propias del desarrollo de la clase prolongan en su propia estructura burocrática la visión de la clase que surgía en esa coyuntura más allá de los límites de su vigencia histórica? Así como se piensa en una dialéctica social, ¿no se caracterizan los partidos políticos por la carencia de "automovimiento"? Pero, en este caso, ¿no se expondrían a quedar sin contenidos ni vigencia? Ello es cierto, pero en parte. Un partido puede ser un "documento muerto" cuando se relaciona con clases que no tienen proyecto histórico propio; pero también un partido puede representar un "documento anacrónico" cuando su vinculación con la clase se restringe a una interpretación coyuntural de la historia de la propia clase (incluyendo en esta historia su propia historia política). En efecto, puede ocurrir que los movimientos de clase no se reflejen en los movimientos del partido, que se produzca un desfase al quedarse éste en un momento del desarrollo de aquélla, si por momentos entendemos una determinada posibilidad (potencial todavía) de evolución futura. Un ejemplo de lo que afirmamos puede encontrarse con las representaciones antiestalinistas de la clase obrera que pretenden marcar una orientación para el desenvolvimiento de la clase obrera muy definida (pero probablemente cada vez menos viable ni justificable históricamente). Otro ejemplo lo encontramos en las representaciones insurreccionales arrancadas de una concepción foquista; lo mismo podría decirse de las formas democráticas de representación en cuanto constituyen formas de lucha y no concepciones sobre una eventual transformación gradual del capitalismo. Tanto el "antiestalinismo" como el "foquismo" son coyunturas en la historia de la clase, capaces de generar estructuras políticas ad hoc, pero en esencial coyunturales. Cualquier "prolongación" de ellas más allá del marco de vigencia de la coyuntura constituye un anacronismo en la representación política de las clases. Chile nos ha dejado lecciones de ese anacronismo, superado sólo en la superficie, pero muy fuerte en el contenido de las concepciones políticas y que, en parte importante, explica el porqué de las varias interpretaciones de un "mismo" proyecto histórico.

II

La experiencia de la Unidad Popular expresa la culminación de la crisis del sistema democrático-liberal, porque las contradicciones generadas por la estructura económica no encontraban solución al interior de las reglas institucionales establecidas. Entra en crisis el sistema de dominación por delegación y con éste la propia clase política burguesa. De ahí por qué el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 no represente solamente la derrota del movimiento popular, sino, también, el derrumbe de la dominación burguesa tradicional. Se inaugura un nuevo proyecto de dominación que reemplaza a la antigua clase política por una nueva casta administradora autoritaria asentada en las fuerzas militares, que, a diferencia de la anterior capa dirigente, tiene mayor capacidad para mantener unidas a las diferentes facciones de la burguesía contrarrestando los efectos de la polarización social que se había exacerbado durante los últimos veinte años. También en este sentido la política represiva aplicada por la Junta Militar cumple una función. La Unidad Popular, por esto mismo, constituyó el término de la dominación liberal, la última oportunidad de la clase política burguesa de poder participar en el ejercicio del poder, aunque ya en una condición precaria por su debilidad ante la gravitación predominante de los sectores populares. La política de alianzas que caracterizó a la burguesía condujo a crear las bases de su propia dominación represiva, en la medida que una proporción considerable del apoyo social de la clase política burguesa se iba polarizando hacia los partidos populares (trasvasijándose no solamente como fuerzas, sino también con toda su superestructura ideológica y cultural, con las consecuencias que veremos más adelante). En el transcurso de este proceso se aprecia un rápido alejamiento de la fracción dominante de la burguesía (de su fracción monopolista proimperialista) de las expresiones políticas más proclives a una política de alianzas (lo que se observa claramente a través del gobierno demócrata-cristiano). Por eso, durante el gobierno de la Unidad Popular una política de alianzas implicaba el aislamiento de dicha fracción, como culminación de un proceso iniciado desde el seno de la propia burguesía, pero, simultáneamente, una lucha por impedir que otras fracciones de la burguesía se polarizaran por motivos ideológicos en favor de dicha fracción. La disyuntiva era claramente esa: aislamiento de la fracción dominante (encaminada hacia formas de dominación represiva, antiliberales) o reconstitución del bloque ideológico de la burguesía, una recuperación de su camino extraviado durante los años de dominación demoliberal.

El traspaso durante la vigencia de la dominación liberal-democrática de fuerzas de apoyo tradicional de la clase política burguesa hacia los partidos populares contribuyó a acentuar la desorientación en la dirección del proceso de septiembre. Estas fuerzas, especialmente sectores medios, han participado históricamente en alianzas orientadas alternativamente tanto a antagonizar con la burguesía dominante como a servirle de soporte, lo que ilustra sobre su condición política ambigua. Rasgos que penetraron incluso en los partidos populares, los cuales, en diferentes grados, han expresado alianzas entre la clase obrera y sectores medios. Como ejemplo podemos citar el caso del Partido Socialista constituido por obreros y campesinos, y por pequeña burguesía radicalizada ideológicamente. Desde sus orígenes ha sido una fuerza política que ha correspondido a un conglomerado social heterogéneo, una alianza entre obreros industriales y pequeña burguesía, circunstancia que ha facilitado que prosperen fácilmente en su interior diferentes orientaciones ideológicas, las cuales, como casi nunca se han proyectado al plano de las exigencias organizativas, han podido coexistir más o menos pacíficamente a lo largo de su historia. Sin embargo, esta coexistencia ha reconocido un precio, que es el de su esterilidad e inoperancia para plantear concretamente los problemas políticos que en cada etapa de la lucha revolucionaria van surgiendo. Este divorcio entre las definiciones ideológicas y las acciones políticas refleja un fenómeno típicamente pequeño burgués en la dirigencia de sus corrientes internas, que se manifiesta por la despreocupación por las implicaciones orgánicas de las discrepancias teóricas. No es arriesgado, en consecuencia, afirmar que la lucha ideológica dentro del Partido Socialista es la otra cara de su necesidad de ambigüedad política producto de su alianza interna entre fuerzas sociales. Puede tomarse como un síntoma de este carácter el hecho de que nunca se han enfocado concretamente las tareas de la revolución, sino exclusivamente en el plano ideológico general. Siempre se han trazado objetivos programáticos capaces de albergar muchos objetivos políticos tácticos, que no habrían podido coexistir de aceptarse seriamente las consecuencias en el plano organizativo de cada posición ideológica y política.

La historia misma del Partido explica mucho de lo anterior. La función político-ideológica estaba privilegiada hasta septiembre de 1970 por exigencias del funcionamiento del sistema democrático-liberal: tareas que requerían para la práctica política cotidiana mucho más una organización de partido electoral que de una organización de cuadros. El cumplimiento de funciones de naturaleza electoral (como es la conquista de zonas de influencia, cooptación de dirigentes, etc.) creó las condiciones para que las diversas tendencias pudieran coexistir sin necesidad de pronunciamientos tajantes en los hechos. Las contradicciones de contenido estratégico se resolvían en un pragmatismo táctico impuesto por las formas de lucha predominantes (y aceptadas) por la democracia liberal burguesa. En consecuencia, las confrontaciones teóricas surgidas de discrepancias ideológicas se resolvían siempre de acuerdo con un criterio muy vinculado a cierta practicidad coyuntural, en la cual todas las tendencias encontraban su unidad de compromiso en un mismo grupo de presión electoral; pero, determinaba el divorcio entre línea política y estrategia ideológica, entre estrategia ideológica y pasos tácticos, impidiendo que la discusión fuera canalizada hacia cualquier planteamiento orgánico, hacia cualquier intento serio por forjar una real voluntad colectiva. Después de 1970, el marco institucional se transformó radicalmente. A partir de ese instante la lucha política exigió una mayor eficacia operativa de los partidos, mejores criterios de selectividad de sus cuadros, una mayor congruencia entre los objetivos estratégicos y tácticos, una efectiva alimentación recíproca entre el análisis político y el ideológico. Pero ello no ocurrió.

La mantención rígida del cuadro político después de la coyuntura de septiembre creó un obstáculo para aprovechar en plenitud las posibilidades que la crisis del sistema de dominación ofrecía. Se trataba de utilizar ciertos márgenes sin precipitarse en un ataque frontal contra el sistema, ni tampoco caer presos tanto de sus limitaciones como de sus mistificaciones. He aquí un aspecto central: la crisis política que se había desencadenado después de las elecciones presidenciales permitía la iniciación de un camino para reestructurar las formas del poder estatal, pero, a la vez, exigía no romper totalmente con la creencia de que el sistema político seguiría vigente. Situación difícil en extremo, pues suponía moverse con cuidado, ya que, en el fondo, se trataba de modificar las estructuras políticas del Estado sin romper abruptamente con las formas de legitimación todavía dominantes. Su rompimiento violento podría servir para la reestructuración de la alianza burguesa dominante, como de hecho sucedió. La posibilidad de continuar ahondando las divisiones internas del bloque de la burguesía se frustró cuando numerosos sectores sociales medios (pero también populares), en vez de comprometerse con el proyecto revolucionario se inclinaron hacia una alianza ideológica con la burguesía.

La crisis del sistema de dominación democrático se manifestó concretamente cuando el proyecto revolucionario de la izquierda súbitamente pudo desarrollarse (o comenzar a desarrollarse) por una vía "no revolucionaria", rompiendo con las previsiones doctrinarias de la mayor parte de los partidos que nunca creyeron en la posibilidad de triunfo. Esta situación obligó a los partidos a una revisión de sus fórmulas ideológicas que habían orientado su conducta y que transitoriamente yacían dormidas por el tiempo de la contienda electoral. No se podía ya continuar leyendo el proyecto a la luz de la utopía original (lo que siempre había sido posible desde que nunca los partidos de izquierda habían sido colocados ante el hecho escueto de tener que ejercer el poder en situación de predominio social y político y además del hecho que la experiencia del Frente Popular no era por lo general incluida dentro de la trayectoria revolucionaria), como tampoco interpretar las posibilidades reales que se abrían de conformidad con las exigencias doctrinarias del proyecto (en verdad, de los varios proyectos que manejaba la izquierda), sino, más bien, se trataba de leer el proyecto de conformidad con las posibilidades coyunturales reales determinadas por el triunfo electoral. Todo lo cual se traducía en tener que definir un proyecto coherente y consistente, capaz de proyectarse en el tiempo, que asegurara la definición e imposición consiguiente de nuevas formas de legitimación. Atentaba en contra de esta posibilidad el carácter mismo de los partidos.

Clientelísticos por tradición y revolucionarios por conformación ideológica, los partidos se caracterizaban por la ambigüedad de su conducta. Se desplazaban, con cierta fluidez, entre sus intentos por mantener sus antiguos usos de grupo de presión electoral y sus propósitos para acelerar un proceso de cambios profundos e irreversibles, cambios que precisamente negaban este carácter clientelístico de los partidos. Esta circunstancia hizo que los propios partidos se convirtieran en frenos del proceso que protagonizaban, debilitara la cohesión de las fuerzas populares y fortaleciera a la burguesía. Y, por último, fue causa de que no se comprendieran las verdaderas y exactas dimensiones de la coyuntura propicia para la iniciación de un proceso político revolucionario.

En realidad, para poder avanzar a partir de la coyuntura electoral se necesitaba comprender claramente el papel que cumplirían las formas de legitimación en la consolidación misma del poder político. De manera concreta había que abandonar o revisar a fondo las tradicionales fórmulas ideológicas para plantearse una evaluación crítica y teórica de las condiciones concretas de la transición pacífica al socialismo. Lo que implicaba definir la táctica justa para avanzar en la imposición gradual pero inexorable del nuevo proyecto de organización institucional y de legitimación; sus diversas fases de maduración y la articulación de alianzas ideológicas; resolver la relación entre poder político institucional y poder social o emergente como resultado de la fuerza de la clase obrera y de sus aliados, rotas las ataduras que la habían mantenido en el silencio reprimido de la subalternidad; abordar la cuestión de los grupos burocráticos y estamentales de considerable gravitación en la superestructura político-institucional de la sociedad chilena; y, por último, en esta enunciación indicativa, considerar la gravitación de los factores de seguridad en la definición de la política internacional y de cómo afectaba a dichos parámetros la política revolucionaria y nacional del gobierno de la Unidad Popular.

Sostenemos que una de las cuestiones teóricas que se pueden estudiar a partir de la experiencia de la Unidad Popular es lo que concierne a la capacidad de una fuerza política para aprovechar las condiciones concretas de lucha sin perder su fisonomía ideológica, pero tampoco sin forzar el carácter del camino marcado como históricamente posible. Desde esta perspectiva, debemos preguntarnos si la Unidad Popular hizo todo lo posible para aprovechar correctamente las condiciones que ofrecía una transición pacífica hacia el socialismo. El marco desde el cual debe responderse es el de las grandes tareas que debían cumplirse estratégicamente, y que pueden resumirse en las siguientes: 1) medidas (legales en un primer momento del proceso) destinadas a lograr un aumento de la cuota de poder institucionalizado conquistado por la coalición de partidos populares; 2) medidas (más bien de naturaleza política) dirigidas a promover un cambio en las formas de legitimación y que se expresaban fundamentalmente en el rompimiento del bloque burgués a través del desarrollo y consolidación del "poder popular"; y 3) preparación de las condiciones para el rompimiento de las reglas de lucha al interior de la institucionalidad vigente para el caso de un impasse que pusiera en peligro, además del avance del proceso, la propia consolidación de la parte de poder institucionalizada. Es a la luz de estas tareas que debemos estudiar cómo la izquierda, atendida su propia estructura y tradición de luchas, pudo y supo interpretar y aprovechar las condiciones para una transición pacífica hacia el socialismo. ¿Cuál era la índole de estas condiciones en la situación particular de Chile?

III

Las condiciones básicas señaladas como indispensables para una transición pacífica hacia el socialismo, como tener una mayoría electoral, controlar un sector de la economía y disponer de cierta capacidad de decisiones en el aparato burocrático del Estado, puede afirmarse que se encontraban presentes en el caso de Chile. Pero es preciso detenerse a examinar su naturaleza y la forma como fueron utilizadas tácitamente por los partidos populares.

A pesar de contarse con un apoyo electoral en ascenso entre septiembre de 1970 (aproximadamente un 36 por 100 del electorado) y marzo de 1973 (alrededor de un 44 por 100 del electorado), no se transformó dicho apoyo electoral pasivo en un frente orgánico de fuerzas sociales activas y combatientes. ¿Por qué? Una explicación puede encontrarse en el carácter tradicional de los partidos que, no pudiendo escapar a su tradición electoral-parlamentaria, se orientaron por subordinar los intereses globales y estratégicos del movimiento a los objetivos ideológicos particulares de los diferentes partidos. Ello hizo que la masa de apoyo fuera atomizada en zonas de influencia que, junto con expresar el control político de dicha masa impedía que al transformarse en una fuerza activa desbordara a las mismas estructuras partidarias. La mayoría electoral exigía para ser una fuerza real de una organización política; más aún, el requisito de la mayoría se cumple solamente cuando se expresa en una organización. Pero cuando los partidos la disuelvan en zonas de influencia (para hacer predominar su existencia como grupo de presión) desaparece como condición para una transición pacífica hacia el socialismo. Era indispensable transformar el requisito electoral en una voluntad política colectiva orgánica. Mientras tanto se avanzaba en la materialización de un área social de la economía con la que se pretendía crear la base para un efectivo poder popular. Sin embargo, esa estructura se encontraba bajo el fuego cruzado de dos circunstancias contradictorias, inherentes a la coyuntura de transición por la que se cruzaba: por una parte, era el embrión de poder de los trabajadores en el contexto del proyecto histórico a largo plazo; pero, de otra parte, su maduración se iniciaba marcada por una situación donde todavía predominaban elementos ideológicos burgueses que se encarnaban en el peso de la economía de mercado, mediante la cual se transmitían los valores propios de funcionamiento de la economía capitalista (especialmente el consumerismo, etc.). Los efectos negativos de esta circunstancia inevitable se agudizaban por la incapacidad de la dirección de forjar una política racional, coordinada y con claros objetivos ideológicos, sucumbiendo en cambio a la tentación de la demagogia populista para obtener una fácil movilización de las masas, lo que significó estimular la transmisión de valores pequeño burgueses a gruesos sectores de trabajadores (pago en especies, granjerías, privilegios, especulación, etc.). De otra parte, en contradicción flagrante con estas concesiones, se actuó con bastante rigidez en lo que respecta a las formas de propiedad (particularmente significativo en la agricultura) sin preocupación porque los trabajadores fueran asumiendo sus responsabilidades en concordancia con su mismo desarrollo político. En esta forma, la base material de un poder popular en embrión no se completó con políticas que contribuyeran a emancipar a los trabajadores de sus trabas pequeño burguesas, y, también, de sus limitaciones de constituir pequeños grupos de presión aislados en sus fábricas sin una visión de conjunto sobre el proceso en marcha. Sólo muy tardíamente se pretendió superar (a comienzos de 1973) este fragmentarismo mediante los llamados Cordones Industriales, pero también, en definitiva, frustrados por la parcelación política del proyecto histórico de los trabajadores. Un ejemplo lo podemos encontrar en la larga y fútil polémica entre la Central Única de Trabajadores y los emergentes Cordones Industriales, con el consiguiente efecto de desmovilización y confusión políticas.

En el examen de las condiciones para una transición pacífica encontramos de común que no se tradujeron de meras circunstancias históricas en una voluntad política capaz de moldear las limitaciones históricas en salidas que permitieran avanzar con el ritmo que obligaban las condiciones electorales y de organización política. Pero donde la ausencia de esta voluntad política se hizo más dramática fue en el problema decisivo del control del aparato burocrático del Estado. Es cierto que se utilizaron recursos que proporcionaban las contradicciones del mismo sistema jurídico vigente (los resquicios legales), que sirvieron para avanzar en la construcción del Área de Propiedad Social, y que además se constituyeron organismos de participación popular para contribuir a resolver los problemas de abastecimientos (las Juntas de Abastecimientos y Precios). Ambos tipos de medidas no se insertaron dentro de una estrategia institucional global, sino que respondieron a exigencias coyunturales de la estrategia económica. Y cuando nos referimos a aquella estrategia estamos pensando en la conquista de la sociedad civil, cuyo resultado político más importante era el aislamiento de la fracción dominante de la burguesía. Conquista de la sociedad civil que sugiere que no basta con destruir el poder económico de la clase dominante para derrotarla. La experiencia, por lo menos de Chile, demuestra que una estrategia restringida a este plano conduce a políticas erróneas y al desaprovechamiento de oportunidades, especialmente si se considera que tomado el poder político por una coalición popular, la lucha de clases se desplaza al plano de la superestructura institucional, que es, en definitiva, el lugar donde se decide el conflicto cuando se dejan intactos los mecanismos de reproducción ideológica de la clase dominante. En este sentido, la utilización de mecanismos institucionales existentes no se hizo en el marco de una concepción que impulsara la necesaria sustitución del aparato represivo a través de ese margen de transformaciones durante el cual el proceso revolucionario podría avanzar y crear sus formas propias de dominación; en otras palabras, en la perspectiva de la combinación entre poder político institucionalizado y las nuevas formas de legitimación. Lo que exigía que la política frente al Estado tuviera como finalidad la destrucción del bloque ideológico de la burguesía mediante una alianza que aislara a su fracción dominante.

La quiebra de la clase no significa su desaparición, sino, por el contrario, la posibilidad de reconstituirse políticamente mediante alianzas con grupos, sectores o fracciones que están determinados en su comportamiento mucho más por factores ideológicos que por su ubicación en el proceso productivo. Es el caso de los sectores de la burocracia, de los militares, de las capas medias independientes. De ahí que una estrategia de conquista de la sociedad civil suponía además crear la contradicción entre la burguesía monopólica y proimperialista y el sistema político, de acuerdo con el planteamiento de que para "el proletariado la democracia es en todas las circunstancias una necesidad política, mientras que para la burguesía capitalista es en ciertas circunstancias (sólo) una inevitabilidad política" y así procurar vencer el temor de los grupos medios de sentirse arrastrados por el proletariado. Este temor era la imagen más fuerte utilizada por la burguesía para impedir la constitución de una alianza que le fuera antagónica, a la vez que era muy poco lo que los partidos populares hacían para contrarrestarla por intermedio de los mecanismos a su alcance.

La carencia de una estrategia institucional global frente al problema del Estado se puede ilustrar en la forma como se abordó la cuestión de la dualidad de poderes y el enfrentamiento definitivo con la burguesía. Nunca se pudo definir una política que resolviera la cuestión del traspaso de las decisiones desde el poder político institucionalizado hacia las nuevas formas de poder que emergían. El problema de fondo era si dicho traspaso se facilitaba o, mejor aún, sólo era posible mediando la consolidación del poder institucional, mientras que un traspaso a través de una ruptura creaba tales contradicciones entre ambos tipos de poderes que su consecuencia era la debilidad de ambos. La contradicción indudablemente favorecía a la burguesía, ya que implicaba un quiebre en la unidad de la dirección política, creándose en su interior polos alternativos de dirección en base a una discusión acerca de si la vía "chilena" era reformista o revolucionaria, en vez de centrarse en los caminos alternativos para acercarse a los objetivos estratégicos. Un proceso revolucionario consiste en la realización de las posibilidades contenidas en la sociedad en un momento determinado, según las variaciones que las coyunturas van marcando para el proceso político. Si el avance del proceso chileno descansaba en la unidad del movimiento popular, en la creación de nuevas formas de dominación ajustadas a los cambios en las correlaciones de fuerzas producto de las medidas económicas, y en la descomposición del bloque burgués, el traspaso de los centros de decisión no podía efectuarse desatando un conflicto entre las dos formas de poder (que de hecho significaba un conflicto entre dos estrategias del propio movimiento popular). En cuanto al enfrentamiento con la burguesía, pasara la derrota de ésta o no pasara por una derrota militar, en ambas situaciones era necesario cumplir con la condición de su aislamiento; aislamiento que es difícil de lograr cuando la clase dominante no ha perdido totalmente su hegemonía y controla todavía buena parte de los mecanismos de la sociedad civil. Si no es el caso, se parte entonces de una situación de aislamiento y, en consecuencia, las probabilidades de triunfo militar aumentan. Por ello, pensamos que la conquista de la sociedad civil, si bien no era suficiente para asegurar el poder, sirve para crear las condiciones para que el enfrentamiento tenga lugar en las mejores condiciones para los trabajadores y sus aliados. De ahí que la velocidad de los cambios debía adecuarse a la capacidad de gestar las estructuras de poder que, además de reflejar a la nueva configuración de fuerzas, fuera su condición de consolidación y avance.

De lo anterior deducimos que el proceso chileno se movía en dos planos que no guardaban la debida concordancia entre sí. Mientras se progresaba en debilitar a la burguesía bancaria, industrial y agraria, en su poder económico y financiero, paralelamente no se avanzaba en la integración de las direcciones políticas en los aspectos tácticos y estratégicos. Surge así un conflicto entre las exigencias cada vez más imperativas de movilización por la base y las posibilidades políticas de instrumentar esa necesidad, por lo que se cometen graves errores en la interpretación de las correlaciones de fuerzas. Se plantea un falso problema que no se resuelve: el ritmo del proceso de transformaciones lo dicta el movimiento espontáneo de la base, cada vez más consciente y radicalizada, o la capacidad para integrar una dirección política que encauce y oriente las presiones que se originan en la base. Lo dicho obliga a formularse la siguiente pregunta encadenada con la anterior: ¿la correlación de fuerzas está determinada por la magnitud física de una constelación de fuerzas movilizadas, o por la organicidad de su expresión política? Aun cuando no era probable que teóricamente se cometiera un error, en los análisis políticos concretos la dirigencia se dejó arrastrar por la identificación entre lo que era una simple manifestación de fuerza callejera con la capacidad de combate de esa misma masa. El análisis de las correlaciones casi siempre se realizó desde el ángulo en que las apariencias favorecían a la agrupación de fuerzas populares (movilización electoral, movilización callejera, importancia clave de la clase obrera para el funcionamiento de la economía nacional, pusilanimidad y pasividad de los sectores medios, carácter minoritario de la fracción monopolista y proimperialista de la burguesía), pero nunca, o muy pocas veces, desde el punto de vista de las exigencias que la coyuntura del enfrentamiento concreto planteaba; tal vez porque nunca se analizó seriamente esa contingencia a pesar de ser muy generalizada la convicción de su inevitabilidad (exigencias tales como la influencia que la descoordinación política entre los partidos tendría en la constitución de un frente militar, la ausencia de una línea militar homogénea, la desproporción de recursos logísticos entre los sectores del pueblo armado y las Fuerzas Armadas, el comportamiento de éstas como grupo institucional o como clase, la eficacia de la represión, la complicidad activa de sectores pequeño burgueses, la legitimidad del golpe por la misma capacidad de la burguesía para reconstituir su alianza ideológica). El surgimiento de presiones por la base, sin una previa integración de la dirección política, transforma a cada uno de los segmentos de la dirección en un elemento competitivo para lograr el control de los organismos de masa que se iban creando, surgiendo entre la base y la superestructura política una compleja acción recíproca.

Al desencadenarse la polarización social sin que se tradujera en una modificación de la estructura política, sucede en los hechos que el esquema de dirección comienza a ser superado por la energía en expansión de las masas; pero al predominar la atomización entre las organizaciones partidarias, por intereses burocrático-ideológicos, se produce una disociación entre el cuadro político y las necesidades nuevas que el mismo desarrollo de los acontecimientos hacía imperativas. Todo lo cual se encarna en un hecho fundamental: la creciente falta de dirección del proceso.

IV

Resumiremos nuestras consideraciones pasando revista brevemente a las causas más significativas que influyeron en el fracaso de la experiencia chilena, conscientes de que esta simple enumeración proporciona exclusivamente la base para indagaciones más completas sobre la influencia específica de cada una de las eventuales causas.

 

 

A) PROBLEMAS DE DIRECCIÓN POLÍTICA

 

La falta de cohesión interna de la conducción del Gobierno impidió la definición de una estrategia a largo plazo y la instrumentación oportuna de medidas tácticas. Como ejemplos podemos citar la incapacidad para proceder a rectificaciones de la política económica cuando se demostraban como impostergables, la falta de una política clara en materia de reforma agraria, la demora en decidir sobre la conveniencia de convocar a un plebiscito, sin ofrecerse alternativas reales, la falta de decisión para destituir a los generales sobre los cuales había información adversa y ponerse de acuerdo en un plan militar, etc. También esta falta de cohesión se demuestra en la incapacidad para aprovechar a la administración del Estado, para montar un efectivo sistema de planificación (el gobierno de la Unidad Popular fue un gobierno que no planificó), la impotencia para colocar en funciones específicas a cuadros políticos y técnicos idóneos, la despreocupación misma por formarlos y, especialmente, en una pérdida del sentido de autoridad vertical que abrió los cauces a una indisciplina que se disfraza de discrepancias ideológicas. La pérdida de la autoridad política sirvió para generar un vacío de poder (que más que nada era un poder desarticulado) que se profundizó más ante la imposibilidad de adoptar una política de movilizaciones populares que transcendiera los límites de la movilización electoral; movilizaciones que crearían las condiciones para hacer posible la transferencia de los centros de decisión. Pero eran los partidos los interesados en que no ocurriera, pues de ese modo evadían las rectificaciones orgánicas que hemos venido mencionando. Entonces, ¿cómo se podía hablar de poder popular?

 

 

B) LIMITACIONES DEL SISTEMA DEMOCRÁTICO-LIBERAL

 

Impulsar transformaciones estructurales, en el contexto del sistema político liberal, determina rápidamente un cuestionamiento de los mecanismos de arbitraje y conciliación entre intereses opuestos y con ello un quiebre en las bases de legitimación del sistema. Primero, la fracción monopolista y proimperialista y la fracción latifundista, después la burguesía en bloque cada vez más compacto, impulsan la estrategia de ilegitimidad del poder político por romper el consenso tradicional y, de este modo, se precipita el reagrupamiento de la clase dominante y el aislamiento de las fuerzas populares. Es con relación a esta situación que adquiere todo su significado el problema de la Democracia Cristiana. Se consideraba que bastaba una profundización de la crisis social determinada desde la base para poder romper la estructura de control político que la Democracia Cristiana ejercía sobre su base obrera y campesina. Quizás a largo plazo eso era posible, pero ello suponía una alianza que diera el margen de tiempo para que las condiciones maduraran y que la polarización social desintegrara a la estructura de control partidario. Pero al precipitarse el proceso, por no aceptarse realmente dicha alianza, se produce el resultado opuesto: las bases demócrata-cristianas se polarizan no de acuerdo con sus intereses objetivos, materiales, sino de conformidad con sus compromisos ideológico-partidarios. Por eso, la línea a seguir no era tanto -en una primera etapa- dividirla, sino fortalecer al grupo aliancista que hizo posible la votación de la Democracia Cristiana en el Congreso Pleno por Salvador Allende, ya que una división antes de tener la capacidad de destruir la alianza ideológica de la burguesía contribuiría a que la definición de las fuerzas fuera impuesta por las condiciones propias de esa alianza. En términos específicos, permitir que el sentimiento anticomunista se expandiera en las propias bases populares de la Democracia Cristiana y con ello la iniciación de una creciente y avasalladora ola de fascistización.

 

 

C) INCONGRUENCIA ENTRE LOS OBJETIVOS ECONÓMICOS Y POLÍTICOS DE LAS MEDIDAS DE GOBIERNO

 

La política económica descuidó el hecho de que durante la etapa de transición continuaban vigentes las leyes de funcionamiento capitalista. De ahí que la expropiación de industrias y de predios agrícolas, y la intervención de muchas otras a través de contralores o interventores, no produjeron las consecuencias de neutralizar la capacidad de la burguesía para influir sobre el sistema económico. Lo hizo a través del sistema de circulación y de comercialización transfiriendo grandes recursos a la especulación. De esta manera, la burguesía no solamente pudo distorsionar los planes económicos del gobierno, sino que, además, pudo influir en la orientación de vastos sectores deseosos de satisfacer sus aspiraciones y, también, en un momento, sus necesidades mínimas. El desabastecimiento se transformó en un problema político porque el gobierno no supo cambiar las pautas de orientación de muchos grupos sociales, cazándose en su propia política de "comprar" la adhesión de apoyo social. Una política populista de distribución del ingreso colaboró enormemente a este respecto, pues desató expectativas de consumo imposibles de satisfacer, menos aun cuando la política económica de distribución de ingresos (que incrementaba la demanda) se acompañaba de un traspaso del aparato productivo industrial y agrícola a los trabajadores (que contraía la capacidad de oferta de bienes), en circunstancias que no se contaba con una dirección política homogénea ni se disponía de un control suficientemente maduro sobre el sistema económico e institucional.

 

 

D) DESARTICULACIÓN DEL APARATO DEL ESTADO

 

La falta de materialización de una política de alianzas impidió la construcción de un frente político que evitara que la polarización entre las clases se precipitara sobre la estructura institucional del Estado desarticulándolo entre sus diferentes poderes institucionales (Poder Ejecutivo, Congreso, y Poder Judicial). El resultado de esta desarticulación fue que las fuerzas revolucionarias perdieron más aún su capacidad para controlar al resto del aparato institucional. Contribuyó a crear esta situación tanto la estrategia impulsada por la burguesía de estrechar un cerco institucional en tomo del gobierno, como la acción de los partidos populares que, incapaces de adecuar sus tácticas a las condiciones reales, anticiparon un cuestionamiento sobre el conjunto del sistema político, sin tener la fuerza para imponer una organización de reemplazo.

 

 

E) FACTORES INTERNACIONALES

 

La experiencia chilena demostró que el carácter de la lucha antiimperialista a la altura de los años setenta ha adquirido una connotación más específica que la simple lucha en contra de los intereses materiales de la metrópolis. Cada vez más, a medida que el statu quo mundial se resquebraja por el robustecimiento del bloque socialista, por la proliferación de movimientos nacionalistas de liberación y por la crisis día a día más patente de las burguesías por mantener su dominación encuadrada en la tradición liberal o de alianzas populistas, comienzan a predominar, en la evaluación por la metrópolis de la peligrosidad de las experiencias nacionales revolucionarias, los criterios de seguridad continental y mundial. Es la seguridad en su dimensión geopolítica más que la defensa de determinadas empresas la que sirve de padrón de medición. Y para el caso que sean las empresas las que impongan tal padrón, es en el contexto de mantener zonas garantizadas para la seguridad tanto de la metrópolis como de las inversiones. Chile, por su proclamación de la doctrina Allende de no indemnización a las empresas extranjeras por descuento de sus utilidades excesivas, o porque el éxito del proyecto irradiaba influencias desintegradoras del statu quo continental, estaba inexorablemente condenado a ser un blanco predilecto. Sin embargo, ningún factor internacional puede ser suficiente para explicar el fracaso, pues de ser así querría decir que condenamos de antemano, por virtud de un fatalismo reaccionario, cualquier tentativa de liberación nacional. Lo que sí aparece cuestionado son los proyectos que se mantengan dentro de los límites estrictamente nacionales. Superar esa barrera es quizás otra de las lecciones que nos deja la tragedia de Chile. Y para entenderla en toda su riqueza debemos abocarnos al análisis del contenido de esta lucha política internacionalizada en el marco definido por la distensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética, por el predominio de las empresas trasnacionales en la economía mundial y, finalmente, por el papel de nueva clase política que asumen las Fuerzas Armadas.

En la situación histórica convulsionante en que vivimos se hace necesario volver a pensar viejos temas, sacudirnos de categorías amortajadas, penetrar más profundamente en la realidad que se nos escapa. No hay que temer arrasar con mitos, descubrir la falsedad o parcialidad de muchas verdades, arrinconar los simplismos doctrinarios y destruir cualquier idolatría. Es necesario para reencontrar los elementos más sólidos con que emprender la tarea de construir los caminos que nos conduzcan hacia el futuro. Este no llegará si no somos capaces de conquistarlo. Por eso la labor de la crítica teórica es hoy fundamental por dolorosa que suene.

* Hugo Zemelman